café de la mañana

Pablo descorrió las persianas para dejar paso a los primeros rayos de luz por la ventana. Comprobó aun medio soñoliento que las calles ya estaban abiertas y sorbió del café que humeaba en la taza. Los geranios del balcón de la finca de enfrente se desperezaban sin modales, indiferentes a la presencia de una paloma posada sobre las rejas que los retienen. Pablo alzó la taza de café y brindó a la paloma un brindis de reconocimiento. El ave siguió el gesto de reojo, desconfiada, pero no despegó de donde estaba. Se quedó allí, quieta como un bloque de hielo, espiando curiosa el otro lado del cristal de la ventana. Pablo sorbió otro trago, esta vez sin dedicación, y dejó que los pensares matutinos se disiparan como nubes de paso. La paloma abandonó por un momento sus quehaceres de espionaje, retornó a Pablo el gesto anterior desplegando las alas con una sutileza digna de un saludo real, encaró de nuevo la ventana que tenía enfrente, y en no más de dos feroces y casi imperceptibles aleteos se empotró de cabeza contra el cristal. La taza de café se escurrió de la mano de Pablo y el cuerpo inherte de la paloma cayó sobre los geranios con todo el peso de la gravedad.

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