Con los Ojos Cerrados.1: pescadito 2010 (un cuento ya contado)

Érase una vez un pescadito que vivía en una pecera. Pero no había vivido siempre ahí. El pescadito de este cuento nació en el ancho océano azul, hijo de una mamá pez de color amarillo, y un papá pez de color naranja y negro. Se podría decir que era un pescadito mestizo, pues heredó el amarillo materno de cabeza a cola, decorado con puntitos negros y naranjas salteados por sus aletas, de herencia paterna sin duda alguna. Pero bueno, este no es un cuento sobre el mestizaje, así que dejémonos de colores y volvamos a la pecera.

Te estarás preguntando como llegó pues el pescadito a una pecera. La culpa la tiene una ola de muy malas pulgas que lo arrastró de imprevisto hasta unas corrientes submarinas que lo alejaron de su lugar de origen. Su mamá y su papá pasaron el resto de sus días buscándolo, pero fracasaron en el intento. Meses más tarde tuvieron mellizos y la pena se les hizo, si no más pequeña, más llevadera. Pero bueno, en fin, rescatemos el cuento a partir de la ola maligna que alejó a nuestro pescadito de su lecho.

El pescadito deambuló solo por el inmenso mar, tan inmenso que el pescadito lo creía infinito. Él nadaba y nadaba pero parecía que aquéllo tan líquido y tan azul jamás terminaba. Triste y cansado se dejó abrazar por el desánimo y se tumbó boca arriba en la superficie de un mar desconocido. Al principio le costó el no respirar, y poco a poco el sol le iba quemando la tripita. Pero el pescadito estaba dispuesto a cometer suicidio a pesar de los quemazones y la angustia de la falta de oxígeno. Tras unas horas sintiendo como la vida se le escurría entre sus aletas amarillas con manchas negras y naranjas, los ojos tornados hacia dentro, con el sol en la retina y las branquias encogidas de no respirar, el pescadito notó como una mano extraña lo sacaba del agua y lo metía en un cubo de plástico de color blanco. El pescadito casi se ahoga al tragar tanto agua, pero por un instante recobraron sus branquias la capacidad respiratoria y pudo el pescadito mirar por un instante (bueno otro instante pues ya tuvimos uno) el rostro de quien lo había rescatado de una muerte inminente. El viejo se llamaba Matías. Matías vivía en una casa fuera de cualquier contacto urbano, en mitad del monte, del mar, de la nada. Matías era un viejo solitario, y esa mañana había salido con su cubo blanco a recoger unas manzanas. Y cuál fue su sorpresa al ver al pescadito dándose de cabezazos contra las rocas de la costa donde crecía un manzano de manzanas macizas. Rápido se agachó, vació el cubo de las pocas manzanas que había recolectado hasta entonces, lo llenó de agua y rescató al pescadito de su suicidio inminente.

Matías lo llevó a su casa, sacó una vieja pecera que conservaba de sus tiempos de chiquillo (a su madre le agradaba de usarla como florero, y a Matías le agradaba del olor de las flores que su madre cambiaba cada día), y metió al pescadito dentro. El pescadito sintió un leve perfume a pétalos de rosa, un perfume desconocido para él, pues jamás había olido una rosa en su vida. Pero bueno, este pescadito era muy inteligente y sacó sus propias conclusiones de inmediato. Al principio el pescadito, asustado y perdido, empezó a darse de cabezazos contra el cristal de la pecera. No, esta vez no era suicidio, sino incomprensión. El pescadito nadaba como loco por toda la pecera sin comprender que el contenido por donde nadaba estaba contenido en un continente de medio metro de anchura. Y no hablo de América, o Europa, o Asia, o África, u Oceanía, o incluso ese continente perdido de cuyo nombre no quiero acordarme... sino de una pecera travestida durante años de florero. Un tarro, vamos.

Luego llegó la curiosidad. El pescadito miro a su alrededor. El cristal de la pecera maximizaba todo tamaño en el exterior, así que imagínate las dimensiones de esos muebles polvorientos que acumulaba el viejo Matías, de viejo, por todos los rincones. Y la mecedora donde el viejo, Matías, de viejo, pasaba tardes enteras. Y la amenazante pasividad de las manijas del reloj de la pared que el viejo, Matías, de viejo, había olvidado de darle cuerda años atrás. Eran las seis. Siempre eran las seis. Las seis de la mañana, o las seis de la tarde, pero siempre las seis. Una cosa que el pescadito nunca supo es que el reloj marcaba las seis porque fue a esa hora
que el doctor paró el reloj porque la mamá del viejo, Matías, de vieja, había muerto.

Pero lo que más impresionó al pescadito fue el loro gigante que Matías tenía revoloteando por la habitación. El loro se llamaba Juancho, o al menos eso parecía llamarle el viejo, y volaba con tal gracia que el pescadito quedó prendado de tanta gratitud. Yo también quiero volar, se dijo el pescadito a si mismo. (Bueno este pensamiento es mas bien una interpretación del autor, pues no hallé diccionario de la lengua oficial subacuática). Entonces el pescadito se puso a aletear sus aletas a modo de alitas, con tal entusiasmo que salió volando de la pecera. De pronto la inmensidad de los muebles, la mecedora, las agujas del reloj (que seguían marcando las seis por una razón que el pescadito siempre desconoció) el loro, e incluso el mismísimo Matías disminuyó hasta convertirse casi en piezas de lego, el pescadito aleteaba sus aletas como si fueran alitas y subía y subía y subía y subía, y daba brincos, y volteretas, con la cabeza siempre bien erguida, como si algo lo estuviera agarrando del pescuezo y arrastrándolo para arriba, a los lados, retorciéndose, como si algo lo estuviera sacando del agua a la fuerza, sin permiso, y el pescadito empezaba a sentir el dolor del metal hincado en su boquita, mojada, que sangraba, con la frescura del agua y la sangre caliente que le chorreaba por los morros, y las alitas aleteaban ya no como si fueran alitas sino como espasmos de supervivencia, pero la caña de
pescar era de buena calidad (comprada en El Corte Inglés a un precio de trescientos diez euros, en rebajas) y tiraba y tiraba, y el pescadito se retorcía, negando su muerte, arrepentido del intento de suicidio, echando de menos la imagen imaginada del viejo, Matías, de viejo, en su mecedora imaginaria con un loro inexistente voleteando alrededor de su cabeza hacia eso de las seis, y todo esto cuando una mano extraña le arrancó el anzuelo de cuajo y le echó a un cubo blanco donde otros pescaditos yacían difuntos.

Y es que en el fondo para que empiezo a contar el cuento de un pescadito cuando todos sabemos que son los "pececitos" los que siguen aleteando sus aletas en el ancho océano azul. Los pescaditos se comen. Buen provecho.

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